Noticias

02 de octubre de 2010

Educación, clases y Estado

Aníbal Ponce

Frente a las dos concepciones de contenidos tan opuestos (la fascista y la socialista), que podríamos encarnar en los nombres de Gentile y Lunatcharsky, vimos en la clase anterior que otra corriente de la nueva educación se esforzaba en tomar una actitud intermedia. Entre el fascismo de la burguesía y el socialismo del proletariado, aspiraba a crear una educación que no tuviera que ver ni con uno ni con otro. ¿A qué clase social interpreta esa corriente? Es lo último que nos falta investigar.
Cuando se escucha a los teóricos de la burguesía no puede haber muchas dudas respecto a lo que quieren; no las hay, y mucho menos, en las francas palabras del proletariado. Pero al ponernos en contacto con estos nuevos teóricos, cuyo nombre representativo podría ser lo mismo Spranger que Wyneken, todo se vuelve indeciso, confuso, vacilante. Se tiene por momentos la impresión de que sospechan algo de lo que en el mundo está ocurriendo, pero que prefieren mejor no saberlo del todo…
Desarraigados de un sistema de convicciones, no están todavía instalados en otro. Se sienten por lo mismo como seres sin quicio y se forman sobre todo lo que observan, opiniones que bizquean. Saben, por ejemplo, que la historia cambia y que las sociedades se transforman, pero como les asusta admitir la lucha entre las clases se contentan a la sumo con la lucha entre las generaciones. Saben también que las religiones son formas subalternas hace rato superadas, pero como no se animan a conducir hasta el fin su pensamiento, se detienen en una religiosidad sin religión, que es como decir una humedad sin agua. Ambigua situación que los obliga a reconocer en el Universo la existencia de un irracional, de una finalidad o de un elan que es a la postre otras tantas maneras de volver aceptar un Dios de barbas blancas.
Como no saben ni se atreven a dar respuesta franca a ninguna de las grandes cuestiones más urgentes, aseguran que la problematicidad está en el centro de todo lo que existe, y que la filosofía, después de haberse fatigado en los grandes sistemas, debe abrazarse ahora a las aporías.
Si algún término de altísimo linaje puede revelar la recóndita angustia de esos teóricos, ahí está precisamente ese nombre que viene de Aristóteles. Aporía significa etimológicamente, sin camino. Plantear problemas abiertos en vez de problemas cerrados; indagar sin resolver, he ahí en el plano filosófico la consecuencia de esa otra incertidumbre más fundamental que reside en hallarse precisamente sin camino.
Trágica situación, que aunque lleva nombre griego no disimula en lo más mínimo las raíces económicas de la clase social que allí se angustia. Porque entre la burguesía que marcha hacia la muerte y el proletariado que sabe con igual certidumbre que los destinos de la humanidad están entre sus manos, hay otra clase social de caracteres híbridos, de contornos ambiguos que nunca sabe a ciencia cierta lo que quiere.
Tironeada de un lado por la burguesía, atraída del otro por el proletariado, la pequeña burguesía constituye una clase turbia, indecisa y vacilante. Aplastada por la gran burguesía, la pequeña no desaparece de acuerdo a una línea gradualmente descendente. Se mueve entre contradicciones y tiene por lo mismo una marcha en zigzag. La fuerza que la oprime es la producción en gran escala que periódicamente desaloja a los pequeños capitales: malos tiempos entonces que hacen del pequeño burgués un proletario. La fuerza que la eleva es la desvalorización periódica del gran capital motivada por el envejecimiento de las máquinas y de las técnicas: excelente época para la pequeña burguesía que levanta cabeza durante un corto tiempo hasta que el gran capital la obliga en breve a doblegarse.
Burgués unas veces, proletario otras, el pequeño burgués vive perpetuamente sentado entre dos sillas: rechazado por la burguesía en la cual desearía entrar, atraído por el proletariado en el cual teme caer. Abierto a las innovaciones, pero deseoso de implantarlas dentro de la ponderación, el pequeño burgués no alcanza a comprender que la educación no es un fenómeno accidental dentro de una sociedad de clases, y que para renovarla de verdad se necesita nada menos que transformar desde la base el sistema económico que la sustenta.
Tal perspectiva lo horroriza y no puede entrar en sus planes para nada, pero como no es sordo a las voces de su tiempo prefiere creer que dentro del capitalismo se llegará mediante retoques paulatinos a transformar la sociedad.
Algunas conquistas aparentes le dan a veces una sombra de razón: en determinadas circunstancias, cierto es, la burguesía puede verse obligada a oportunas concesiones con el objeto de desarmar algunas amenazas. Pero esas retiradas prudentes que no comprometen jamás sus intereses vitales se transforman en instantáneas ofensivas cuantas veces se siente peligrar.
Creer, por lo tanto, que con pequeños retoques en la educación se podría cambiar la sociedad es no solo una esperanza absurda, sino socialmente mucho peor: una utopía que resulta a la postre reaccionaria porque encalma o entibia las inquietudes y las rebeldías con la ilusión de que el día en que el Estado se autolimite, el día en que el Estado se desprenda graciosamente de la educación, ese día será el de la natividad del hombre nuevo. Al pretender para la escuela una región imposible por encima de las clases, la pequeña burguesía la entrega de hecho maniatada a las más oscuras fuerzas del pasado.
Signos bien elocuentes están mostrando ya la tendencia que la empuja a la derecha. El discurso en que Kerschensteiner anunció la escuela del porvenir, ¿no fue pronunciado en la iglesia de San Pedro, en Zurich? La escuela activa de que tanto habla el bueno de Alfredo Ferrière, ¿no enseña también a ver en la gendarmería y el ejército los protectores y guardianes de la sociedad y la familia? Gaudig, el autor de La escuela al servicio de la personalidad en desarrollo, ¿no afirma que para que esa personalidad se realice es menester que la escuela esté de acuerdo con el Estado unificador y con la iglesia moralizadora? La patética señora Montessori, después de arrojar de su ciudad educativa a los gnomos y a las hadas porque las cosas de la fantasía ayudaban en muy poco a la mentalidad de sus discípulos, ¿no nos ha venido después con que lo fantástico de la religión, lejos de extraviar al niño le es más bien beneficioso? William Boyd, para quien los programas escolares deben plantearse siempre en términos del universo, ¿no nos había dicho siempre en la Quinta Conferencia de Eltimore, que ese universo dentro del cual puede el niño realizarse supone vivir en la cooperación como miembro del reino de Dios, en vivir para realidades invisibles?
Sería un crimen contra el sagrado misterio del alma infantil -se dice- llevar hasta ella nuestras preocupaciones y nuestros odios. Y mientras hasta en el más escondido rincón de la sociedad capitalista todo está construido y calculado para servir a los intereses de la burguesía, el pedagogo pequeño burgués cree que pone a salvo el alma de los niños porque en las horas que pasa por la escuela se esfuerza en ocultarle ese mundo tras de una espesa cortina de humo. ¿No están sin embargo, los intereses de la burguesía en los textos que el niño estudia, en la moral que se le inculca, en la historia que se le enseña?
La llamada neutralidad escolar solo tiene por objeto substraer al niño de la verdadera realidad social: la realidad de las luchas de clases y de la explotación capitalista; capciosa neutralidad escolar que durante mucho tiempo sirvió a la burguesía para disimular mejor sus fundamentos y defender así sus intereses. Para un niño que asiste a cualquiera de nuestras escuelas ¿cuál es, por ejemplo, la causa de la desocupación? Si reúne las mil explicaciones que ha recibido través de las fábulas lecturas libres, conversaciones de moral, etc., llegará a estas conclusiones. No tienen trabajo: 1º) los obreros que no quieren trabajar; 2°) los malos obreros; 3°) los que no conocen bien su oficio; 4°) los que están siempre descontentos con el patrón; 5º) los que se dan al alcoholismo…
Cada lección de literatura, o de derecho, de sociología o de economía ¿no concurre a demostrar con insistencia infatigable que es necesario, absolutamente necesario, que subsista y se afiance la sociedad capitalista? Las horas que el niño pasa en la escuela significan, además un momento de su vida, y sería ridículo creer que ni en el mejor de los casos podrían contrarrestar la enseñanza infinitamente más tenaz y organizada de la calle, del hogar, del cine, de la radio, del teatro, de la prensa.
Al plantear el problema de por qué los movimientos obreros, cuando no están nítidamente conducidos, se impregnan con la ideología de la burguesía, Lenin contestaba: Por la sencilla razón de que la ideología burguesa, por su origen, es mucho más antigua que la proletaria, porque está estructurada por múltiples costados, porque dispone de medios de difusión incomparablemente más numerosos.
Lo que Lenin decía del movimiento obrero se puede superponer punto por punto al movimiento pedagógico. Respetar la libertad del niño dentro de la sociedad burguesa equivale ni más ni menos que a decir: renuncio a oponer la más mínima resistencia a las influencias sociales formidables y difusas con que la burguesía lo impregna en su provecho. Y no se venga después con que es posible luchar contra esas fuerzas quitando a los chicos los juguetes guerreros, corrigiendo este o aquel libro de historia, enviando cartitas amistosas a los niños del Japón o celebrando el día de la buena voluntad.
Cuenta Frolich en sus Recuerdos que Pestalozzi se opuso durante muchos años a que su propio hijo ingresara en una escuela porque la naturaleza -decía- es la que todo lo hace. Un día, con gran asombro suyo, se encontró con que el chico sabía leer y escribir. Aunque su candor llegaba a lo fantástico, no se atrevió a acatar este milagro. Cuando pudo averiguar, descubrió que a escondidas suyas, su propia esposa lo había enseñado a leer… No de otro modo la burguesía gusta comportarse también con los maestros: mientras éstos creen que reciben en sus manos el alma virgen de los niños, la burguesía ya ha enseñado a escondidas a esos mismos niños, lo que ella quiere que sientan y que crean.
A la burguesía le conviene fomentar en los maestros la ilusión desdichada de que son apóstoles o misioneros a quienes entrega sin condición la enseñanza de sus hijos. Todo educador puede considerarse como sacerdote, escribe Jorge Kerschensteiner y luego de analizar sus rasgos psicológicos más típicos, añade que es la candorosa infantilidad la virtud fundamental del educador. El verdadero educador -continúa después- debe tener además una fe viva en lo divino de los principios fundamentales de la conciencia. El sol de su fe en los valores eternos no le permite nunca desalentarse, sino esperar siempre. ¡Qué sentimiento, aparte del religioso, podrá ser más conveniente que éste para el educador que tantos contratiempos tiene que arrostrar! Conducir al hombre, como portador consciente de los valores eternos, a un sentido de la vida, equivale a erigirse en instrumento del Eterno para la realización de dichos valores.
Un apóstol sufrido y candoroso que soporte tranquilo la miseria y el hambre, porque cuanto más hambre y miseria más diáfano será el apóstol, he ahí un ideal que la burguesía tiene particular interés en difundir. En directo contacto con las masas populares sería peligroso que el maestro llegara a comprender que también es un obrero como los otros, y como los otros, explotado y humillado. ¡Qué procedimiento más refinado, en cambio convertir su propia miserable situación en la virtud más excelsa de este venerable instrumento del Eterno! Pero que no se le ocurra al instrumento venerable del Eterno pronunciar la más mínima palabra que contraríe los intereses de los amos. La reacción más brutal caerá de inmediato sobre su cabeza, y si el candor que es su virtud no ha hecho de él irremediablemente un pobre diablo, comprenderá recién todo lo que había de falso y miserable en las adulaciones intencionadas de que había sido objeto.
En una comedia titulada Las Báquides, Plauto representa a un joven libertino que quiere arrastrar a su maestro a casa de una de sus amantes. El maestro resiste y moraliza, pero cuando ha terminado de hablar, el discípulo se contenta con decirle: ¿Quién es aquí el esclavo, yo o tú?, y el maestro, que nada tiene que objetar, acompaña a su alumno murmurando. Crudas palabras de una rudeza sangrienta, pero que ni los maestros más insignes han dejado de sufrir; desde Aristóteles, que se las escuchó a Alejandro, y desde Fenelón que se las oyó al duque de Borgoña, hasta los maestros de nuestros días frente a sus ministros respectivos.
Ochenta años después de que el ministro prusiano von Raurer afirmara que la preparación del magisterio no debía sobrepasar esencialmente el saber popular, un ministro socialista belga, Jules Destrée, en un llamamiento fechado en febrero de 1920, aseguraba que el interés de la escuela limita en los maestros el ejercicio de los derechos políticos. Y como si este texto no fuera suficientemente claro, el ministro liberal Vauthier, con fecha 7 de febrero de 1928, no solo recordaba y aprobaba las anteriores palabras de su colega socialista sino que agregaba este párrafo de lógica no muy impecable, pero de intención transparente: La sociedad moderna no conoce el delito de opinión y yo atentaría contra la conciencia humana negando a los funcionarios el derecho de adherirse en su fuero interno o de expresar en la vida privada su adhesión intelectual a concepciones sociales o a formas políticas que yo mismo rechazo. Pero el maestro que públicamente, por la palabra o por la prensa… proclame sus simpatías por doctrinas que sean la negación y la antítesis del orden moral y social que hemos adoptado… ése no podrá ser al mismo tiempo propagandista de sus convicciones y servidor del Estado: ése tendrá que elegir. ¡Adiós al sacerdote y el apóstol con su candor casi infantil! Si el instrumento del Eterno no se conduce, dentro de la escuela y fuera de ella, exactamente como la burguesía quiere, ya sabe a ciencia cierta lo que tiene que elegir.
El Anti Sedition Bill, aprobado en junio de 1922 por el gobernador del Estado de Nueva York obliga a los profesores de cualquier categoría o escuela a obtener un certificado del comisario de Educación declarándole leal y obediente hacia el gobierno de aquel Estado y de los Estados Unidos, para lo cual es preciso que el profesor no haya preconizado en forma alguna ningún cambio en el gobierno de la nación.
Al estudiar la educación en Roma vimos que Eumenes elogiaba el celo con el cual el emperador escogía los profesores como si se tratase de proveer de jefe a un escuadrón de caballería o a una cohorte pretoriana. A través de los siglos la comparación no ha perdido nada de su terrible exactitud. Mientras no desaparezca la sociedad dividida en clases, la escuela seguirá siendo un simple rodaje dentro de un sistema general de explotación, y el cuerpo de maestros y profesores, un regimiento que defiende como el otro los intereses del Estado.
Más franco que todos sus predecesores, el tirano argentino Juan Manuel de Rosas dejó bien esclarecidas las relaciones efectivas del Estado con la Escuela. Cuando en 1842 la oposición contra la Tiranía recomenzó, el Señor Restaurador creyó ver en las escasas escuelas que había autorizado, focos sospechosos de agitación y rebeldía. Con un gesto digno de él, nombró desde entonces al jefe de Policía director de la enseñanza primaria…
El jefe de Policía, director de la enseñanza primaria. El hecho vale la pena de que se nos quede prendido en el recuerdo.