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15 de febrero de 2018

Reproducido del muro de Facebook Poesía en rojo.

Ana es una piba como cualquiera

No es una historia real, o sí… Vaya una a saber

 
Ana es una piba como cualquiera. Cuando nació, le pusieron la batita rosa con la gorrita rosa y los escarpines rosas que durante meses habían tenido listos para llevar al hospital. 

 
Ana es una piba como cualquiera. Cuando nació, le pusieron la batita rosa con la gorrita rosa y los escarpines rosas que durante meses habían tenido listos para llevar al hospital. 
En su cumpleaños número uno, a Ana le regalaron una cocinita, y en el número dos un juego de masas con el palito de amasar. A los tres le regalaron esa muñeca que ella quería y cuando vieron a Gustavo, el hermano mayor, acunándola, inmediatamente lo reprendieron y le exigieron se dirija a jugar con el camioncito de arena, que “para eso se lo compraron”. 
A los cuatro Ana empezó el jardín, y cuando un día preguntó en la casa porqué los nenes hacían pis de pie, el papá se fue enfurecido a reclamarle a la seño. 
A los cinco, Ana le dio un beso en la mejilla a Juan, que lloraba porque se había golpeado. El papá volvió a reclamar enojado.
A los seis Ana aprendió que las nenas usan pollera, que deben comportarse como señoritas, y lucir lo más arregladas posible. A los seis Ana todavía no entendía porque los niños más grandes se burlaban de un nene que llevaba mochila fucsia. 
A los siete, pidió de regalo la pelota de fútbol que estaba en la vidriera. El papá se esforzó en comprarle una casita de madera para que jugara juegos de niña y no “saliera” homosexual, como su tía Claudia. A los siete Ana todavía no entendía qué estaba mal con su tía Claudia como para que dejaran de invitarla a sus cumpleaños. 
A los ocho Ana ponía la mesa, lavaba los platos y servía el postre, su mamá cocinaba y su papá y su hermano miraban el fútbol, o las noticias de fútbol, o los resúmenes de los partidos de fútbol. También a Ana le encantaba, pero cada vez que aportaba un comentario, era silenciada. “Las mujeres no entienden de fútbol” le decían. 
A los diez Ana vio por primera vez, y accidentalmente, como su papá abofeteaba la cara de su madre, y a los diez por primera vez pensó que los gritos que siempre escuchó quizá hayan sido más que simples discusiones. 
A los doce Ana le preguntó a su mamá porqué su papá la golpeaba, y la mamá, con un nudo en la garganta y los ojos empapados de lágrimas le explicó que a veces ella se equivocaba y su papá se enojaba, pero “con razón”. 
A los quince Ana tuvo su primer novio, que cuando la vio hablando con un compañero de curso, la arrastró de los pelos hasta la puerta de su casa y le advirtió “que sea la última vez”. Ana comprendió que entonces también ella se había equivocado. 
A los dieciocho Ana quería seguir cursos de construcción, su papá era constructor y a ella le fascinaba ver una pila de ladrillos que al tiempo se convertían en una casa, ella soñaba con levantar las paredes de su hogar, pero a Ana le recomendaron que mejor hiciera cursos de cocina, ya que “marido bien comido es hombre feliz seguro”, y además su futuro esposo se encargaría de darle un hogar y sustento económico, por lo que no iba a necesitar trabajar, sino “solamente” cocinar y limpiar. Pero Ana, todavía no estaba segura de querer tener marido. 
Ana cumplió 30, soltera, odia la cocina y limpia lo justo y necesario, vive sola, le gusta salir con sus amigas y comer papas fritas en la cama mientras mira su película favorita una y otra vez. 
Al principio Ana creía que algo estaba mal con ella: las otras mujeres de su edad ya tenían uno o dos hijos, un matrimonio si no feliz, por lo menos consolidado, padecían el estrés “normal y/o esperable” de una mujer “tipo” con dos pibes a cargo, que cocina, lava, plancha, cuelga y junta la ropa, riega las plantas y arregla el jardín, lleva a los nenes a la escuela y los ayuda con las tareas, va a la reuniones del colegio, hace las compras en el supermercado, baña a los chicos y si queda tiempo se baña ella, y responde con una sonrisa falsa cada vez que la tía más grande de la familia le pregunta “¿cuándo se viene el próximo?”.
Ana ahora no sabe si es ella la que está equivocada o no, Ana ya no piensa que haya un manual que explique cómo y cuándo debe vivirse la vida. Ana solamente está segura de que bajo ninguna circunstancia va a cambiar lo que para ella es su felicidad, por responder sola y estrictamente a los estereotipos sociales que a diario se le reproducen a la vuelta. 
Ana para su mamá es “una egoísta” porque se niega a “darle” un nieto. Ana se sonríe, comprende que su mamá también estuvo atravesada por cientos de imposiciones, y se siente feliz de romper la cadena y vivir simplemente, la vida que ella soñó. 
La historia de Ana no es una historia real, o sí… Vaya una a saber.